Por
Carlos Alberto Campos Tapias
Esa
parte de la existencia que desconocemos, aprendimos a confiársela al cine.
Desde que empezamos a comunicarnos y a reconocernos con los demás en el
intercambio de voces, signos, razones y criterios, pudimos encontrar en el
lenguaje audiovisual un poderoso acto creativo que se encargó de complementar
nuestra noción de realidad. Esto reafirmó contextos que fueron capaces de
trascender cualquier mitología, tradición y relato anterior, instalándose en
imaginarios individuales y colectivos.
Este
fenómeno de “descubrir” la realidad y, en el mejor de los casos, de
decodificarla, replantearla y reinterpretarla a través del cine -que ha sido
tan capitalizado por Hollywood-, lleva ya varias décadas diversificándose desde
otros frentes creativos, con distintas miradas que le han enriquecido, como en
el caso del llamado “cine de autor”, muchos casos de “cine independiente” y,
para ser más claros, el cine emergente de países en vía de desarrollo como el
nuestro. Pero esta noción sembrada de la realidad va más allá de la imagen en
movimiento y del lenguaje o contenido audiovisual: hace parte de la
cotidianidad, sin importar si somos conscientes o no de su efecto, y ahí radica
su poder.
Para
muchas personas es claro que hay un relato hegemónico transversal en toda forma
de expresión y comunicación, que está muy ligado a la inequidad en los roles de
género entre hombres y mujeres. Relato que, aunque hoy día se ha visto menguado
a través de la denuncia pública, actos contestatarios, el arte, la política y
la educación, parece destinado a mantenerse vigente en cualquier ambiente
social, desde la familia, la escuela y hasta en la empresa más compleja. Este
relato -que clasifica a hombres y mujeres, y determina a unos y otros, relegando
su esencia a juicios de valor-, encontró un escenario perfecto en el séptimo
arte, pues desde su creación como espectáculo el cine ha reproducido las pautas
de comportamiento de mujeres y hombres (incluyendo a niños y niñas) llevándolas
hasta los últimos rincones de la imaginación. No importa lo (in)cómodos o
indiferentes que nos sintamos ante este postulado, lo que sí es claro es que no
somos ajenos a la influencia de cualquier medio de expresión audiovisual en la
vida diaria.
El
cine colombiano es rico en relatos. Cada película hace una nueva apuesta por
encontrar su propio público, demostrando lo complejo que es reconocernos como
país en medio de tanta diversidad cultural y de tanto disenso político. La
participación de la mujer en el cine nacional, su propuesta y mirada particular,
muestra con urgencia la necesidad de enriquecer nuestros imaginarios y abrirnos
con el séptimo arte al reconocimiento de múltiples procesos humanos que se
escapan de la norma que aparentemente dicta la realidad y que, por supuesto, se
ha extendido a través de la obra audiovisual. Y, precisamente, Malta,
la nueva película de Natalia Santa se encarga de mostrarnos cómo ese modelo
tradicional de participación de la mujer en la sociedad, reproducido por el
cine, queda superado a través de un realismo que no hace parte del relato
convencional.
Malta es un
largometraje que desconoce el orden establecido. En su apuesta por contarnos la
historia de Mariana (Estefanía Piñeres), hallamos una familia que se sustenta
en el desafío que afrontan los miembros más jóvenes; los que no quieren repetir
los errores que cometieron los adultos. Aquí la inarmonía familiar sirve de
combustible para hacer explotar el carácter, al tiempo que empuja a la
protagonista a buscar la manera de salir de su casa, pero también de su cama y
de su país. Es posible que las relaciones sentimentales no tengan arraigo en la
vida de Mariana, y esto es lo que dota a la película de una valiosa identidad,
visible en el erotismo.
La
vida de Mariana, su capacidad de elección; su ir y venir de trabajar a
estudiar, como sucede con muchas mujeres, pone al descubierto las decisiones
sobre su cuerpo y su integridad. Mariana no es una mujer autocompasiva, ni
tiene que pedir permiso para ser la artífice de su propia idea de libertad. Mariana
se deleita en ser fiel a sí misma; sabe cuánto cuesta su transitar, pero sabe
mejor que nadie que es capaz de ser una mujer adulta y que lo que le faltó de
niña no le hará negar o rechazar lo que ahora pueda hallar… Y da igual si lo
que ahora pueda hallar lo encuentre en su país o partiendo a una tierra
desconocida, porque Mariana es su propia patria.
Malta es una
obra audiovisual escrita, dirigida y protagonizada por mujeres. Lejos de tener
una intención panfletaria, asume un feminismo implícito en el accionar subversivo
de concebir un universo caótico, altamente regido por la libertad de la mujer, sin
pretender una reivindicación del género, ni atrincherándose en estereotipos.
Aquí la libertad se basa en la búsqueda y el batallar para la satisfacción individual
de los intereses. Malta no insinúa la vida como debería ser, sino que presenta
la vida como es; desde otro orden que el cine no siempre nos enseña a ver.