martes, 29 de marzo de 2022

RÍOS DE CENIZA - No dejar el arte para después de morir.



Por: Carlos Alberto Campos



Aunque para algunas personas, la vida significa lo que cada uno vive, eso y nada más, para otros simboliza algo que transcurre más allá de lo vivido; esto último, generalmente, a la sombra de lo que se ignora, de lo que el tiempo nos hace olvidar y de lo que el tiempo mismo nos invita a resignificar. Y todo ello gracias a la potestad de preguntarnos por la finalidad de la vida y su sentido; pregunta  validada por esa certeza que nos visita cada vez que recordamos el compromiso que algún día cumpliremos con la muerte. En este caso, como en cualquier otro, es imposible que la vida no se convierta en arte, frente a la mirada y el criterio de cualquiera.

Considerar la vida (o el vivir) como la forma más tangible del arte -independiente de la definición o el concepto que se tenga sobre este-, posibilita expandir nuestra visión y abarcar tantos enfoques como sea posible, yendo más allá de lo biológico y lo existencial. El arte -esa creación indefinible e inacabada- no es algo   solamente disponible para talentosos soñadores lúcidos, ni delirantes creadores  excesivamente sensibles. El arte se expresa y se hace factible hasta para los seres más materialistas o racionales, llegando a permear diversos saberes y disciplinas del conocimiento, aparentemente opuestas. La ciencia es una hermana privilegiada del arte.

La naturaleza, por su parte, conjuga y materializa toda manifestación de la vida, desde el principio hasta la consumación de sí misma. Es allí cuando el arte surge como una transgresión de lo natural, a partir de la interpretación y de la expresión que hacen los hombres de lo vivido, sean o no artistas. Hacer de la vida una obra de arte no siempre significa encaminar las acciones hacia un plan idealizado o estandarizado de belleza y bienestar. La tragedia también es considerada una forma de arte, específicamente dentro del drama, siendo la expresión que refleja todas, algunas, o parte de las desgracias que acompañan al humano en su transitar por la vida.

Si se revisara lo más reciente del cine colombiano, buscando una película donde el arte, la vida, la naturaleza y la tragedia hablaran el mismo lenguaje en la pantalla, de manera excepcional, Ríos de Ceniza  -la ópera prima del director y guionista santandereano Alberto Gómez Peña-, no solo satisfaría esta búsqueda, sino que, además, reabriría la posibilidad de concebir el cine nacional como un fértil escenario para desarrollar historias que se arriesgan a transformar lo cotidiano, lo paisajístico y lo rural en algo extraordinario, trascendental y ultrasensorial.

Esta historia, cuyo subgénero narrativo puede considerarse como película de viaje (road movie, o película de carretera), se desarrolla a partir de dos elementos que la identifican: la particular situación de su protagonista y su relación con la geografía circundante. Esteban (Juan Fernando Sánchez), en su intención de finalizar aquello que ha devastado  su vida, toma un camino poco confiable para solucionarlo: aquel que le señala la ilusión de liberación y de descanso instantáneo, no obstante, ignorando lo que la totalidad de los seres humanos ignoramos: ¿es la muerte el final o la continuación de lo vivido? Y, en cualquiera de los casos, desde la incertidumbre de no saber si experimentaremos alguna forma de conciencia una vez que se termine nuestra vida.


Imagen cortesía de Carlos Alonso Martínez
                              

La historia de Esteban y de su familia, sin embargo, no finaliza aquí. El cine como forma de arte que le apuesta a simular la realidad, para ser decodificada y reinterpretada frente a los ojos de los espectadores, se vale de su lenguaje para invitarnos a trascender nuestra propia percepción de la vida, a través de la narrativa de cada película. El montaje cinematográfico se encargará de revivir desde la mente de Esteban, esos momentos que junto a su padre, Alfonso (Germán Castro Blanco), su esposa, María (Luisa Vides) y su hijo, Juan (Nicolás Vargas), ahora parecen encajar con su realidad y hallar sentido a medida que camina sin detenerse por territorios agrestes desde que terminó su tiempo entre los vivos.

Esta película -donde además se aprecian los diversos y contrastantes climas y territorios del departamento de Santander (Colombia)-, como son el páramo de Santurbán, Cepitá y los alrededores de la represa del Topocoro, es el resultado de un inquietante acercamiento al cine, no sólo de parte de su director y guionista, sino de todos los integrantes de los equipos técnicos que hicieron posible su filmación. Sería esta la primera vez que sus nombres aparecerían en los créditos de un largometraje. Sin importar las dificultades y lo azaroso que esto pudiera resultar, ninguno le diría que no a la oportunidad de traer a la vida un nuevo título para la filmografía nacional, desde la enigmática y riesgosa mirada del cine de autor.

Ríos de Ceniza, una película que tomó alrededor de diez años desde la concepción de su idea original; la escritura del guion, y los procesos de realización y postproducción, fue estrenada en la 61 versión del Festival de Cine de Cartagena (2022), destacándose como un fascinante acto de perseverancia y fortaleza que, en medio de pasiones y desventuras, impulsa por naturaleza a los seres humanos a vivir y a afrontar sus experiencias hasta las últimas consecuencias. Esta es una obra donde el agua, la tierra, el aire y el fuego -“los elementos de los que todo está hecho”- testifican su protagonismo en una historia donde la naturaleza no tiene límites para terminar y volver a comenzar en cada uno de sus interminables ciclos.



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