jueves, 18 de agosto de 2022

UNA MADRE - Cuando escapar es el destino

 

por
Carlos Alberto Campos Tapias





El destino se convierte en un lujo cuando es algo que se puede elegir. De todas las “oportunidades” que las personas logren tener, a lo largo de su vida, pocas han de ser las ocasiones para identificarlas y reconocerlas de manera oportuna, porque, en el mayor de los casos, la voluntad se deshace ocupándose en resolver lo que no tiene porqué, ni amerita hallar solución. Es probable que la diferencia la marque el sentir, pero a este sólo se le considera útil cuando se hace tangible en el hacer. Y entonces se le reconoce y se le pone un nombre al transitar de cada quien por la vida: mientras que algunos le llaman ‘desgracia’, otros le dicen ‘felicidad’ o ‘realización’. No obstante, la creencia, al fin y al cabo, dirá una vez más que “el destino”, irremediablemente, dirigió lo que se hizo y lo que no. 

De todos los caminos que se traza el ser humano, muchos se recorren con la urgencia de sobrevivir; otros con el afán de sobresalir, y pocos conducen a experiencias auténticas, que propicien un encuentro permanente consigo mismo. No se trata de valorar con arbitrarias comparaciones lo que unos u otros hacen. Se trata de aprender a distinguir en el “cómo lo hacen”, las intenciones y los ideales que subyacen en esa relación de cada quien con el mundo que, indiscutiblemente, se inicia y se establece a través de la familia, desde los primeros años de edad. Relación que no detiene su resonar en el interior de cada uno y que luego retumba en el exterior, entre cada uno con los demás. Relación que cuando se rompe consigo mismo, desde el principio, y se fuerza a mantener en medio de las solicitudes y exigencias del mundo exterior, siendo algo que no todos logran soportar, desemboca en el arduo camino, o destino no elegido, de la afección mental.

Diógenes Cuevas - Director
Dicen que una madre lo soporta todo y que es capaz de todo por sus hijos. Pero, quienes lo dicen, olvidan que cada madre es ante todo una hija: una mujer como cualquiera, que muchas veces fue puesta en desventaja por una sociedad que, durante siglos, se sintió con el derecho de prohibirle, de relegarla y de exigirle que diera las gracias. Una mujer que, al iniciarse en su función sexual y reproductiva, le esperaba llevar una carga más, para cumplir ese rol idealizado que la cultura le impone por el hecho de ser mamá, a lo que se le suma, en muchos casos, el maltrato físico y verbal por parte de sus parejas. Pero no todas las madres logran sobreponerse a lo que en principio se vislumbra como un desgraciado destino, y muchas sucumben en el trastorno psiquiátrico, como en la historia plasmada en UNA MADRE, el primer largometraje del colombiano Diógenes Cuevas, que nos invita a reflexionar lo que será del amor familiar, al hacerle frente a lo que no se puede elegir, ni mucho menos se puede cambiar.

Protagonizada por Marcela Valencia en el papel de Dora y José Restrepo, como su hijo Alejandro, UNA MADRE llega a las salas de cine con una propuesta tan intimista como descarnada, que se vale de la agilidad de su ritmo, combinado con una excelente propuesta actoral para, rápidamente, atraparnos y sumergirnos en la dimensión familiar de la culpa y la pena; dimensión donde se guardan esos problemas que casi nadie quiere darle a conocer a los demás. Ese mundo que, para algunos, al interior de las familias, debe ser oculto e ignorado, y al que muchos consideran que sería un error dedicarle tiempo y esfuerzo para confrontar, reflexionar y proponer una alternativa de mejoría, que vaya más allá de romper las relaciones con quienes lo padecen, o de llegar a la extrema imposición de recluirlos contra su voluntad. 

UNA MADRE es un drama de gran impacto sicológico, cuyas virtudes se manifiestan al convertirse en una película de carretera, que al final se acerca al cine de terror. En este recorrido lo más importante no es el camino, ni el destino, sino la libertad que experimentan los que planean un escape, sin importar si resulte o no exitoso. Es una obra que durante 83 minutos de duración rompe los moldes y las convenciones de la atención, la fraternidad y el cuidado familiar, dándole vuelta a la relación entre padres e hijos (que tarde o temprano siempre se da…); deshaciendo toda expectativa que se tenía sobre ella. Es una película que lleva a la pantalla la necesidad que se tiene de reconstruir la propia vida, reconstruyendo al mismo tiempo la relación con la familia. Proceso que, como en esta película, implica aprender a escuchar, a mirar y a decir, en el justo momento, lo que se tiene que decir. 

El universo narrativo de UNA MADRE se extiende con la participación de los actores Alberto Cardeño y Cristina Zuleta, quienes, en una turbulenta relación de padre e hija, cruzan sus vidas con la de Dora y Alejandro, ampliando la visión del drama familiar, fundamentado en la violencia doméstica; dejando claro que en sociedades como la nuestra, ese legado de “la ley del más fuerte”, que se inició desde casa, habitualmente con el papá, difícilmente se logrará trascender. Es importante destacar que el giro que tiene la historia con la aparición de estos dos personajes, y que aparentemente haría tambalear el guion, en realidad complementa y reitera la idea de lo común que es encontrar la disfuncionalidad familiar, y cómo en cualquier casa se pueden hallar los mismos retratos de víctimas y victimarios, conviviendo, y, sentados a diario en la misma mesa.

Que el cine se parezca a la vida o que la vida se parezca al cine, es una indescifrable maravilla, atribuible a cualquier otra forma de arte. Y más aún en nuestro entorno, donde la cultura de atender el afán diario de sobrevivir (¿y de sobresalir?), pasando por encima de los demás, o haciéndolos a un lado, nos ha impuesto como norma de relación social cualquier forma de irrespeto, maltrato y violencia. Queda en el recuerdo la frase que la religiosa, interpretada por la actriz argentina Eva Bianco, le dice al hijo de Dora sobre los enfermos mentales en Colombia que, palabras más, palabras menos, dice así: “en este país se prefiere a un muerto que a un loco, porque a los muertos se les exalta, pero a los locos hay que esconderlos”.




sábado, 21 de mayo de 2022

VIOLENCIA PARA TODO PÚBLICO

 

Por: Carlos Alberto Campos


Uno podría suponer que la violencia, o que -la “maldad” que la engendra-, se resume en una simple oposición: “los malos contra los buenos”. En efecto, este es uno de nuestros tempranos razonamientos, cuando en los primeros años de vida la infinidad de situaciones que componen el mundo se reducen a las primeras afirmaciones y negaciones verbales que recibimos por parte de quienes imponen su educación sobre nosotros. Sin embargo, al poco tiempo, somos testigos de cómo muchas de estas afirmaciones y negaciones son contrarias a lo que hacen quienes las profesan; es decir, el mundo se encarga de mostrarnos, rápidamente, su margen de error y de paso nos brinda las primeras lecciones para aprender a mentir. Y es que exploramos (¡e interiorizamos!) cualquier tipo de contradicción como forma de adaptación a la sociedad, hasta que estamos en edad de demostrar cómo ejerceremos `inteligentemente´ la contradicción en nuestras relaciones con las personas, con las cosas y, en general, con las situaciones que nos rodean. Esta variación, aunque sea mediada por el lenguaje, corresponde a la inconsistencia e incoherencia entre el decir y el hacer, propia del ser humano. 

 La violencia, sin embargo, -similar al lenguaje- también se transforma. Y aunque el lenguaje evoluciona, y junto a él evoluciona la mentalidad de quienes lo practican, esta no posibilita ninguna forma de progreso en el ser humano; ni como especie, ni como sociedad. La violencia, por su parte, se disfraza, se camufla, se disimula; se viste de ideales y hasta pretende justificarse, para seguir con sus planes de imponer a la fuerza voluntades ajenas. Esta práctica, que puede incubarse desde la simple emisión de una palabra o llevarse a su máxima expresión en la supresión de la vida, o de cualquier otro derecho, se ha instaurado en el alma como parte de la existencia; como forma de vida, como forma de empresa, y, en cuestionable legitimidad, como forma de defensa. Se trata del fenómeno que configuró y marcó tantos momentos históricos del siglo XX, y buena parte de lo que va del siglo XXI; arraigándose y normalizándose, incluso en la percepción que tenemos los colombianos sobre los riesgos que implican vivir en nuestro país.

 Esta desgracia social -que se ha intentado explorar hasta la saciedad en diversos espacios, llevando a muchos al hastío y a no querer saber nada más sobre el asunto-, también ha motivado a algunos creativos a abrirle caminos al tema, por ejemplo, desde el séptimo arte, para que poco a poco más personas lleguen a su urgente comprensión. No obstante, muchas de estas obras rebotan y se disipan en una sociedad donde (in)convenientemente el arte sigue siendo materia de privilegiados; una sociedad que desconoce sus posibilidades de surgimiento y de autosuperación, frente a esta vergonzosa imposición. Por eso, aunque muchos títulos del cine colombiano desarrollan sus historias a partir de este contexto, es importante resaltar la mirada tan especial que el cineasta Jorge Forero le dio a este fenómeno en su ópera prima del año 2015, titulada, precisamente, Violencia


Se trata de un largometraje de ficción cuya proeza  consiste en no pretender hablarnos de causas ni de consecuencias, ni en desenmascarar ni retratar a víctimas y victimarios, sino que hace un enorme paréntesis en medio de un tema que a estas alturas está tan institucionalizado y despersonalizado (especialmente entre quienes no hemos sido víctimas directas del conflicto armado colombiano y la guerra sólo la conocimos por medio de la televisión), internándose en el sentir de quienes han tenido que soportar este flagelo. Se trata de una serie de contrastes, a través de tres relatos distintos; con diferente tratamiento audiovisual, que lo único que tienen en común es que han sido históricamente posibles en el país de “los buenos contra los malos”, y que se ha fundamentado en sus desacertadas políticas de Estado. Basta con entregarse a los 118 minutos que dura la película, para transitar de la indiferencia o de la repelencia de ver estas realidades proyectadas en la pantalla, a llegar a sentir lo insignificante y dolorosa que se torna la vida cuando la integridad personal no es más que una mercancía que será disputada por personas uniformadas y con fusiles entre sus manos.

La primera de estas historias nos permite regresar a lo primitivo y al mismo tiempo a lo más ajeno a nuestra identidad individual: estar separado de todo lo que nos formó y nos dio la noción de la realidad, para ahora hacer parte de la selva. No como un animal que disfruta de su hábitat, sino como un animal encadenado, que sólo experimenta la libertad cada vez que se sumerge en un arroyo, donde toma su baño. Allí, además de limpiar su cuerpo, el carácter instintivo desarrollado desde su terrible condición, invita al cautivo a escapar por unos instantes a una eternidad pasajera que es capaz de fabricar cada vez que se hunde en el agua, convirtiéndose en una particular forma de consuelo. Algo tan surreal, que por instantes parece decir que lo que intenta el personaje es devolverse a habitar el vientre materno, como una forma soñada de escapar de todo lo que fue su vida hasta ese momento. 

La segunda historia destaca lo valiosa que se vuelve una persona cuando ni estudia ni trabaja, y, aparentemente, no tiene nada que ofrecer para competir y salir adelante ante la sociedad. Esto lo hace el personaje ideal para convertirse, de la noche a la mañana, en un ‘combatiente’, transgresor de la ley; dado de baja de manera legítima por quienes estaban allí para defender la soberanía nacional, pero que  ahora, en medio de perversos cálculos matemáticos, convierten sus balas en cuerpos abatidos, que en teoría significarán la victoria para la institución a la que pertenecen.

La última historia nos muestra el lado humano de otra organización criminal, donde la rudeza y la exigencia con sus integrantes hace parte de la preparación que deben tener y de lo que deben aprender para ser esos "salvadores" que juran encarnar, facultados para tomar el control de aquello que el Estado no pudo controlar. Seres que aman, obedecen, comparten el comedor y se divierten, y cuyo valor reside en matar y sólo matar, de la manera más atroz posible, como elemento distintivo que los llena de virtud.

Violencia es una coproducción colombo-mejicana que se estrenó en 2015 en la sección Forum del Festival de Cine de Berlín. También fue ganadora a Mejor Película en el Festival de Cine de Huelva, en la sección Rábida. Escrita y dirigida por el bogotano, Jorge Forero, quien también ha participado como productor en destacadas películas colombianas como Los hongos (2014), La tierra y la sombra (2015), y Siete cabezas (2017). Sin duda, Violencia es un largometraje que rompe el convencionalismo narrativo del esquema moral tradicional, perpetuado en este tipo de películas, y ubica intencionalmente al espectador en una posición determinante, donde es inevitable reconocerse como un miembro activo de esta guerra; sin permitirle evadirse del tema, ni definirse tranquilamente dentro del bando de “los buenos” o de “los malos”.

Jorge Forero, director y guionista
Jorge Forero, Director y guionista 





sábado, 30 de abril de 2022

AMPARO “¡Qué país ni qué hijueputas!"


Por: Carlos Alberto Campos 

cortesia: docco.co
imagen cortesía de docco.co 

El vínculo familiar no siempre es algo que se lleva en la sangre. Se nace y se comparte con quienes se tiene cerca, y es la cercanía o la distancia de quienes están alrededor, la que determina el valor que toman los afectos. Es por eso que muchos hallan una familia fuera de su casa, mientras que otros, por el contrario, no dudan un solo instante en preservar ese instinto que les permite sentir que su familia es lo más grande y valioso que tienen. Pero también existe el azar, la incertidumbre, la imperfección y lo que varios especialistas en relaciones familiares llaman lo “disfuncional”. Y a pesar de todo, también existe la suerte que tienen muchos de que alguien se ocupe de ellos. 

Amparo está acostumbrada a librar las batallas diarias acompañada de sus dos hijos, Karen y Elías. Aunque sean hijos de padres distintos, ambos tienen en común el amor ilimitado de su mamá y la ausencia de su progenitor. Amparo podría pasarse la vida haciendo lo que le toque hacer para conservar ese vínculo de tres; donde no necesita de nadie más, cuando todavía sus dos pequeños caben entre sus brazos. Amparo no quiere escuchar más reproches, ni soportar más abusos; ni que la pongan a competir para sobrevivir. Lo único que Amparo necesita con urgencia, es conseguir en menos de un día una gran cantidad de dinero para librar a Elías del servicio militar obligatorio.

Amparo es el primer largometraje del renombrado director Simón Mesa Soto. El nombre de su personaje no es solamente una palabra designada para llamar a una mujer, sino que además es la acción de proteger, brindar apoyo y cuidado. Simón Mesa, por su parte, es un docente y director de cine que desde sus dos anteriores trabajos: Leidi (Palma de oro a mejor cortometraje del Festival de Cannes, 2014) y Madre ( selección oficial en este mismo festival en 2016), le hace un invaluable homenaje a la mujer y a su padecer, al tener que vivir en una sociedad que la empuja a la cultura de hacerse vulnerable. Una sociedad y una cultura donde las estructuras familiares tambalean, mutando sus vínculos afectivos; llegando a convertirse en artífices de sus desventuras, como en los últimos lugares donde sus miembros optan por refugiarse. 

Con un argumento sólido, que evidencia a la perfección la Colombia de finales del siglo XX (que actualmente persiste y que por lo pronto sigue estando lejos de entrar al siglo XXI), y una excelente interpretación actoral desarrollada por  todo su elenco, Amparo es una película donde el valor que asume una madre por estar junto a sus hijos, la lleva a desafiar la legalidad de un país que le regala de cumpleaños a los varones, -recién cumplida la mayoría de edad-, la posibilidad de serle útiles al sistema de la guerra, como opción inevitable para “definir su situación militar” (que también suelen llamar “defender” o “servirle a la patria”).


Interpretada por Sandra Melissa Torres, quien recibió el premio a la mejor actriz revelación en la Semana de la crítica del Festival de Cannes (2022), por su actuación en esta película -cuyo papel se potencializa con la complicidad de una cámara que no la abandona, y la sitúa en un punto de vista aguerrido y reivindicante-, Amparo no quiere desmoronar su verdadera familia, bajo la consigna de tener que cumplirle al país. Antes que eso, prefiere canjear una parte de su dignidad a ver si logra juntar el dinero para salvar a su hijo; pero mucho antes, prefiere gritarle a un grupo de hombres uniformados "¡Qué país ni que hijueputas!"





martes, 29 de marzo de 2022

RÍOS DE CENIZA - No dejar el arte para después de morir.



Por: Carlos Alberto Campos



Aunque para algunas personas, la vida significa lo que cada uno vive, eso y nada más, para otros simboliza algo que transcurre más allá de lo vivido; esto último, generalmente, a la sombra de lo que se ignora, de lo que el tiempo nos hace olvidar y de lo que el tiempo mismo nos invita a resignificar. Y todo ello gracias a la potestad de preguntarnos por la finalidad de la vida y su sentido; pregunta  validada por esa certeza que nos visita cada vez que recordamos el compromiso que algún día cumpliremos con la muerte. En este caso, como en cualquier otro, es imposible que la vida no se convierta en arte, frente a la mirada y el criterio de cualquiera.

Considerar la vida (o el vivir) como la forma más tangible del arte -independiente de la definición o el concepto que se tenga sobre este-, posibilita expandir nuestra visión y abarcar tantos enfoques como sea posible, yendo más allá de lo biológico y lo existencial. El arte -esa creación indefinible e inacabada- no es algo   solamente disponible para talentosos soñadores lúcidos, ni delirantes creadores  excesivamente sensibles. El arte se expresa y se hace factible hasta para los seres más materialistas o racionales, llegando a permear diversos saberes y disciplinas del conocimiento, aparentemente opuestas. La ciencia es una hermana privilegiada del arte.

La naturaleza, por su parte, conjuga y materializa toda manifestación de la vida, desde el principio hasta la consumación de sí misma. Es allí cuando el arte surge como una transgresión de lo natural, a partir de la interpretación y de la expresión que hacen los hombres de lo vivido, sean o no artistas. Hacer de la vida una obra de arte no siempre significa encaminar las acciones hacia un plan idealizado o estandarizado de belleza y bienestar. La tragedia también es considerada una forma de arte, específicamente dentro del drama, siendo la expresión que refleja todas, algunas, o parte de las desgracias que acompañan al humano en su transitar por la vida.

Si se revisara lo más reciente del cine colombiano, buscando una película donde el arte, la vida, la naturaleza y la tragedia hablaran el mismo lenguaje en la pantalla, de manera excepcional, Ríos de Ceniza  -la ópera prima del director y guionista santandereano Alberto Gómez Peña-, no solo satisfaría esta búsqueda, sino que, además, reabriría la posibilidad de concebir el cine nacional como un fértil escenario para desarrollar historias que se arriesgan a transformar lo cotidiano, lo paisajístico y lo rural en algo extraordinario, trascendental y ultrasensorial.

Esta historia, cuyo subgénero narrativo puede considerarse como película de viaje (road movie, o película de carretera), se desarrolla a partir de dos elementos que la identifican: la particular situación de su protagonista y su relación con la geografía circundante. Esteban (Juan Fernando Sánchez), en su intención de finalizar aquello que ha devastado  su vida, toma un camino poco confiable para solucionarlo: aquel que le señala la ilusión de liberación y de descanso instantáneo, no obstante, ignorando lo que la totalidad de los seres humanos ignoramos: ¿es la muerte el final o la continuación de lo vivido? Y, en cualquiera de los casos, desde la incertidumbre de no saber si experimentaremos alguna forma de conciencia una vez que se termine nuestra vida.


Imagen cortesía de Carlos Alonso Martínez
                              

La historia de Esteban y de su familia, sin embargo, no finaliza aquí. El cine como forma de arte que le apuesta a simular la realidad, para ser decodificada y reinterpretada frente a los ojos de los espectadores, se vale de su lenguaje para invitarnos a trascender nuestra propia percepción de la vida, a través de la narrativa de cada película. El montaje cinematográfico se encargará de revivir desde la mente de Esteban, esos momentos que junto a su padre, Alfonso (Germán Castro Blanco), su esposa, María (Luisa Vides) y su hijo, Juan (Nicolás Vargas), ahora parecen encajar con su realidad y hallar sentido a medida que camina sin detenerse por territorios agrestes desde que terminó su tiempo entre los vivos.

Esta película -donde además se aprecian los diversos y contrastantes climas y territorios del departamento de Santander (Colombia)-, como son el páramo de Santurbán, Cepitá y los alrededores de la represa del Topocoro, es el resultado de un inquietante acercamiento al cine, no sólo de parte de su director y guionista, sino de todos los integrantes de los equipos técnicos que hicieron posible su filmación. Sería esta la primera vez que sus nombres aparecerían en los créditos de un largometraje. Sin importar las dificultades y lo azaroso que esto pudiera resultar, ninguno le diría que no a la oportunidad de traer a la vida un nuevo título para la filmografía nacional, desde la enigmática y riesgosa mirada del cine de autor.

Ríos de Ceniza, una película que tomó alrededor de diez años desde la concepción de su idea original; la escritura del guion, y los procesos de realización y postproducción, fue estrenada en la 61 versión del Festival de Cine de Cartagena (2022), destacándose como un fascinante acto de perseverancia y fortaleza que, en medio de pasiones y desventuras, impulsa por naturaleza a los seres humanos a vivir y a afrontar sus experiencias hasta las últimas consecuencias. Esta es una obra donde el agua, la tierra, el aire y el fuego -“los elementos de los que todo está hecho”- testifican su protagonismo en una historia donde la naturaleza no tiene límites para terminar y volver a comenzar en cada uno de sus interminables ciclos.



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