Diógenes Cuevas - Director |
Diógenes Cuevas - Director |
La violencia, sin embargo, -similar al lenguaje- también se transforma. Y aunque el lenguaje evoluciona, y junto a él evoluciona la mentalidad de quienes lo practican, esta no posibilita ninguna forma de progreso en el ser humano; ni como especie, ni como sociedad. La violencia, por su parte, se disfraza, se camufla, se disimula; se viste de ideales y hasta pretende justificarse, para seguir con sus planes de imponer a la fuerza voluntades ajenas. Esta práctica, que puede incubarse desde la simple emisión de una palabra o llevarse a su máxima expresión en la supresión de la vida, o de cualquier otro derecho, se ha instaurado en el alma como parte de la existencia; como forma de vida, como forma de empresa, y, en cuestionable legitimidad, como forma de defensa. Se trata del fenómeno que configuró y marcó tantos momentos históricos del siglo XX, y buena parte de lo que va del siglo XXI; arraigándose y normalizándose, incluso en la percepción que tenemos los colombianos sobre los riesgos que implican vivir en nuestro país.
Esta desgracia social -que se ha intentado explorar hasta la saciedad en diversos espacios, llevando a muchos al hastío y a no querer saber nada más sobre el asunto-, también ha motivado a algunos creativos a abrirle caminos al tema, por ejemplo, desde el séptimo arte, para que poco a poco más personas lleguen a su urgente comprensión. No obstante, muchas de estas obras rebotan y se disipan en una sociedad donde (in)convenientemente el arte sigue siendo materia de privilegiados; una sociedad que desconoce sus posibilidades de surgimiento y de autosuperación, frente a esta vergonzosa imposición. Por eso, aunque muchos títulos del cine colombiano desarrollan sus historias a partir de este contexto, es importante resaltar la mirada tan especial que el cineasta Jorge Forero le dio a este fenómeno en su ópera prima del año 2015, titulada, precisamente, Violencia.
Se trata de un largometraje de ficción cuya proeza consiste en no pretender hablarnos de causas ni de consecuencias, ni en desenmascarar ni retratar a víctimas y victimarios, sino que hace un enorme paréntesis en medio de un tema que a estas alturas está tan institucionalizado y despersonalizado (especialmente entre quienes no hemos sido víctimas directas del conflicto armado colombiano y la guerra sólo la conocimos por medio de la televisión), internándose en el sentir de quienes han tenido que soportar este flagelo. Se trata de una serie de contrastes, a través de tres relatos distintos; con diferente tratamiento audiovisual, que lo único que tienen en común es que han sido históricamente posibles en el país de “los buenos contra los malos”, y que se ha fundamentado en sus desacertadas políticas de Estado. Basta con entregarse a los 118 minutos que dura la película, para transitar de la indiferencia o de la repelencia de ver estas realidades proyectadas en la pantalla, a llegar a sentir lo insignificante y dolorosa que se torna la vida cuando la integridad personal no es más que una mercancía que será disputada por personas uniformadas y con fusiles entre sus manos.
La primera de estas historias nos permite regresar a lo primitivo y al mismo tiempo a lo más ajeno a nuestra identidad individual: estar separado de todo lo que nos formó y nos dio la noción de la realidad, para ahora hacer parte de la selva. No como un animal que disfruta de su hábitat, sino como un animal encadenado, que sólo experimenta la libertad cada vez que se sumerge en un arroyo, donde toma su baño. Allí, además de limpiar su cuerpo, el carácter instintivo desarrollado desde su terrible condición, invita al cautivo a escapar por unos instantes a una eternidad pasajera que es capaz de fabricar cada vez que se hunde en el agua, convirtiéndose en una particular forma de consuelo. Algo tan surreal, que por instantes parece decir que lo que intenta el personaje es devolverse a habitar el vientre materno, como una forma soñada de escapar de todo lo que fue su vida hasta ese momento.
La segunda historia destaca lo valiosa que se vuelve una persona cuando ni estudia ni trabaja, y, aparentemente, no tiene nada que ofrecer para competir y salir adelante ante la sociedad. Esto lo hace el personaje ideal para convertirse, de la noche a la mañana, en un ‘combatiente’, transgresor de la ley; dado de baja de manera legítima por quienes estaban allí para defender la soberanía nacional, pero que ahora, en medio de perversos cálculos matemáticos, convierten sus balas en cuerpos abatidos, que en teoría significarán la victoria para la institución a la que pertenecen.imagen cortesía de docco.co |
El vínculo familiar no siempre es algo que se lleva en la sangre. Se nace y se comparte con quienes se tiene cerca, y es la cercanía o la distancia de quienes están alrededor, la que determina el valor que toman los afectos. Es por eso que muchos hallan una familia fuera de su casa, mientras que otros, por el contrario, no dudan un solo instante en preservar ese instinto que les permite sentir que su familia es lo más grande y valioso que tienen. Pero también existe el azar, la incertidumbre, la imperfección y lo que varios especialistas en relaciones familiares llaman lo “disfuncional”. Y a pesar de todo, también existe la suerte que tienen muchos de que alguien se ocupe de ellos.
Amparo está acostumbrada a librar las batallas diarias acompañada de sus dos hijos, Karen y Elías. Aunque sean hijos de padres distintos, ambos tienen en común el amor ilimitado de su mamá y la ausencia de su progenitor. Amparo podría pasarse la vida haciendo lo que le toque hacer para conservar ese vínculo de tres; donde no necesita de nadie más, cuando todavía sus dos pequeños caben entre sus brazos. Amparo no quiere escuchar más reproches, ni soportar más abusos; ni que la pongan a competir para sobrevivir. Lo único que Amparo necesita con urgencia, es conseguir en menos de un día una gran cantidad de dinero para librar a Elías del servicio militar obligatorio.
Amparo es el primer largometraje del renombrado director Simón Mesa Soto. El nombre de su personaje no es solamente una palabra designada para llamar a una mujer, sino que además es la acción de proteger, brindar apoyo y cuidado. Simón Mesa, por su parte, es un docente y director de cine que desde sus dos anteriores trabajos: Leidi (Palma de oro a mejor cortometraje del Festival de Cannes, 2014) y Madre ( selección oficial en este mismo festival en 2016), le hace un invaluable homenaje a la mujer y a su padecer, al tener que vivir en una sociedad que la empuja a la cultura de hacerse vulnerable. Una sociedad y una cultura donde las estructuras familiares tambalean, mutando sus vínculos afectivos; llegando a convertirse en artífices de sus desventuras, como en los últimos lugares donde sus miembros optan por refugiarse.
Con un argumento sólido, que evidencia a la perfección la Colombia de finales del siglo XX (que actualmente persiste y que por lo pronto sigue estando lejos de entrar al siglo XXI), y una excelente interpretación actoral desarrollada por todo su elenco, Amparo es una película donde el valor que asume una madre por estar junto a sus hijos, la lleva a desafiar la legalidad de un país que le regala de cumpleaños a los varones, -recién cumplida la mayoría de edad-, la posibilidad de serle útiles al sistema de la guerra, como opción inevitable para “definir su situación militar” (que también suelen llamar “defender” o “servirle a la patria”).
Por: Carlos Alberto Campos
Aunque para algunas personas, la vida significa lo que cada uno vive, eso y nada más, para otros simboliza algo que transcurre más allá de lo vivido; esto último, generalmente, a la sombra de lo que se ignora, de lo que el tiempo nos hace olvidar y de lo que el tiempo mismo nos invita a resignificar. Y todo ello gracias a la potestad de preguntarnos por la finalidad de la vida y su sentido; pregunta validada por esa certeza que nos visita cada vez que recordamos el compromiso que algún día cumpliremos con la muerte. En este caso, como en cualquier otro, es imposible que la vida no se convierta en arte, frente a la mirada y el criterio de cualquiera.
Considerar la vida (o el vivir) como la forma más tangible del arte -independiente de la definición o el concepto que se tenga sobre este-, posibilita expandir nuestra visión y abarcar tantos enfoques como sea posible, yendo más allá de lo biológico y lo existencial. El arte -esa creación indefinible e inacabada- no es algo solamente disponible para talentosos soñadores lúcidos, ni delirantes creadores excesivamente sensibles. El arte se expresa y se hace factible hasta para los seres más materialistas o racionales, llegando a permear diversos saberes y disciplinas del conocimiento, aparentemente opuestas. La ciencia es una hermana privilegiada del arte.
La naturaleza, por su parte, conjuga y materializa toda manifestación de la vida, desde el principio hasta la consumación de sí misma. Es allí cuando el arte surge como una transgresión de lo natural, a partir de la interpretación y de la expresión que hacen los hombres de lo vivido, sean o no artistas. Hacer de la vida una obra de arte no siempre significa encaminar las acciones hacia un plan idealizado o estandarizado de belleza y bienestar. La tragedia también es considerada una forma de arte, específicamente dentro del drama, siendo la expresión que refleja todas, algunas, o parte de las desgracias que acompañan al humano en su transitar por la vida.
Si se revisara lo más reciente del cine colombiano, buscando una película donde el arte, la vida, la naturaleza y la tragedia hablaran el mismo lenguaje en la pantalla, de manera excepcional, Ríos de Ceniza -la ópera prima del director y guionista santandereano Alberto Gómez Peña-, no solo satisfaría esta búsqueda, sino que, además, reabriría la posibilidad de concebir el cine nacional como un fértil escenario para desarrollar historias que se arriesgan a transformar lo cotidiano, lo paisajístico y lo rural en algo extraordinario, trascendental y ultrasensorial.
Esta historia, cuyo subgénero narrativo puede considerarse como película de viaje (road movie, o película de carretera), se desarrolla a partir de dos elementos que la identifican: la particular situación de su protagonista y su relación con la geografía circundante. Esteban (Juan Fernando Sánchez), en su intención de finalizar aquello que ha devastado su vida, toma un camino poco confiable para solucionarlo: aquel que le señala la ilusión de liberación y de descanso instantáneo, no obstante, ignorando lo que la totalidad de los seres humanos ignoramos: ¿es la muerte el final o la continuación de lo vivido? Y, en cualquiera de los casos, desde la incertidumbre de no saber si experimentaremos alguna forma de conciencia una vez que se termine nuestra vida.
Imagen cortesía de Carlos Alonso Martínez |
La historia de Esteban y de su familia, sin embargo, no finaliza aquí. El cine como forma de arte que le apuesta a simular la realidad, para ser decodificada y reinterpretada frente a los ojos de los espectadores, se vale de su lenguaje para invitarnos a trascender nuestra propia percepción de la vida, a través de la narrativa de cada película. El montaje cinematográfico se encargará de revivir desde la mente de Esteban, esos momentos que junto a su padre, Alfonso (Germán Castro Blanco), su esposa, María (Luisa Vides) y su hijo, Juan (Nicolás Vargas), ahora parecen encajar con su realidad y hallar sentido a medida que camina sin detenerse por territorios agrestes desde que terminó su tiempo entre los vivos.
Esta película -donde además se aprecian los diversos y contrastantes climas y territorios del departamento de Santander (Colombia)-, como son el páramo de Santurbán, Cepitá y los alrededores de la represa del Topocoro, es el resultado de un inquietante acercamiento al cine, no sólo de parte de su director y guionista, sino de todos los integrantes de los equipos técnicos que hicieron posible su filmación. Sería esta la primera vez que sus nombres aparecerían en los créditos de un largometraje. Sin importar las dificultades y lo azaroso que esto pudiera resultar, ninguno le diría que no a la oportunidad de traer a la vida un nuevo título para la filmografía nacional, desde la enigmática y riesgosa mirada del cine de autor.Ríos de Ceniza, una película que tomó alrededor de diez años desde la concepción de su idea original; la escritura del guion, y los procesos de realización y postproducción, fue estrenada en la 61 versión del Festival de Cine de Cartagena (2022), destacándose como un fascinante acto de perseverancia y fortaleza que, en medio de pasiones y desventuras, impulsa por naturaleza a los seres humanos a vivir y a afrontar sus experiencias hasta las últimas consecuencias. Esta es una obra donde el agua, la tierra, el aire y el fuego -“los elementos de los que todo está hecho”- testifican su protagonismo en una historia donde la naturaleza no tiene límites para terminar y volver a comenzar en cada uno de sus interminables ciclos.